martes, 28 de abril de 2009

LA EDUCACIÓN DE ADULTOS, UN PEQUEÑO REFUGIO PARA ENSEÑAR.

Catalina Rojas Moreno. Profesora de Adultos del I.E.S.Averroes.

Mientras psicólogos y pedagogos discuten las excelencias y limitaciones de constructivismo o de la diversificación curricular, los profesores de a pie vamos tirando con unas cuantas “verdades del barquero”, que hasta pueden resultar insultantes o cuando menos molestas para las mentes oficialistas. Por ejemplo, los peones de la enseñanza sabemos que nada puede enseñarse a quien no quiere aprender y que en los últimos años “por cada persona que quiere enseñar hay aproximadamente treinta que no quieren aprender “(1). Los próceres de la didáctica se enfadarán una vez más con nosotros por no haber entendido, a estas alturas del curso, que el prototipo del profesor “enseñante” es caduco y trasnochado, fruto de un paradigma que ignora que el verdadero aprendizaje es autoaprendizaje. Pero como va a ser muy difícil que nos entendamos porque transitamos veredas paralelas –ellos en el laboratorio, nosotros en el aula-, a la espera de que se aclaren y construyan su “ciencia definitiva”, los anticuados enseñantes vamos buscando un pequeño lugar en el mundo en donde se nos deje enseñar. Muchos pensamos que la Enseñanza de Adultos es todavía –no sabemos por cuánto tiempo- ese refugio para los nostálgicos de otros tiempos, en donde los incorregibles profesores consiguen enseñar, hablar y ser escuchados.

Averiguar qué insólitas mudanzas convierten a un escolar imposible en un alumno abierto al saber exigiría peliaguadas reflexiones, que no es tarea nuestra sino de ellos, los experimentadores de laboratorio. Los peones de la enseñanza nos limitamos a constatar que a las aulas de adultos a veces llegan antiguos insumisos, transmutados en seres despiertos, con disposición interna para el trabajo y el estudio. Su particular experiencia vital les hizo retornar a la escuela, y volvieron otros, cambiados… No es difícil imaginar las dolorosas lecciones que debieron recibir al comprobar que la vida laboral es mucho menos lúdica que la vida en el aula. Si en un grupo de adultos tienes la suerte de tropezarte con uno de estos alumnos reconvertidos, tendrás aseguradas muchas horas gozosas. Al fin y al cabo en el corazón de todo maestro anida siempre el secreto deseo de convertir al buen salvaje en hombre civilizado, por arte y milagro de la palabra y la instrucción.

Pero a las aulas de adultos llegan también personas mayores que en su momento quisieron aprender y no pudieron. Conservan el recuerdo de la escuela de su niñez, sienten que esta vez aprovecharán mejor la ocasión, disfrutan repasando las habilidades que no llegaron a rematar y ensayando nuevas destrezas. Con ellos puedes practicar la segunda verdad del barquero, que “todos somos maestros y alumnos”. Ellos te obligarán a preguntarte: ¿qué vine a aprender aquí y qué vine a enseñar? No es mero tópico. Si en un grupo de adultos das la palabra a uno de estos alumnos mayores, puedes llegar a disfrutar de una auténtica lección de vida.

Hay en las aulas de adultos, de los barrios pocos favorecidos, personas de variadas edades que viven al borde de la exclusión. Para ellas la escuela no es sólo un lugar para el aprendizaje académico sino un espacio social organizado, con tiempos estructurados, actividades programadas, rituales que trascienden sus limitadas condiciones de vida. Lo que enseñas a esos alumnos va mucho más allá de las lecciones del aula. Cuando te diriges a ellos para saludarlos, cuando elogias su peinado o su camisa nueva, cuando vas de excursión a las exiguas ruinas romanas o haces jabón en el laboratorio, estás tendiendo un puente que tal vez le permita cambiar de orilla.

Finalmente, a las aulas de adultos llegan, cada vez en mayor proporción, aquellos que ni siquiera la pedagogía lúdica consiguió asimilar, alumnos educados en el Messenger y en el refuerzo de las gominolas, que vuelven a las aulas en busca de una mejor oportunidad. No tardan demasiado en aprender que la Enseñanza de Adultos no es el Aula de Juegos que ellos conocieron. Algunos son arrastrados por los compañeros mayores y se embarcan en un simulacro de aprendizaje. Siguen reacios al saber, pero están dispuestos a hacerle al profesor el favor de que les instruya. Hay casos en que la experiencia resulta un éxito y llegan a remontar el vuelo.

Para todos estos grupos de alumnos, la Enseñanza presencial de Adultos, sujeta a horarios flexibles, con grupos reducidos que permitan la personalización del aprendizaje tiene sentido y justificación. Quizás no permita aumentar sensiblemente las estadísticas de graduados en enseñanza secundaria, no es una pieza clave de la mercadotecnia política en que se ha convertido para nuestros gobiernos la educación, pero es un espacio humano y convivencial, que vivifica la cultura de la comunidad. Si nos quedáramos sin estos pequeños lugares de conocimiento, si los técnicos y asesores educativos iniciaran la reconversión digital plena de la Enseñanza de Adultos, el proceso de desescolarización de la sociedad – en un sentido bien diferente al que propuso Ivan Illich(2)- habría concluido. Y habría tenido razón Rousseau cuando afirmaba “estamos frente a la paradoja de que la educación se ha convertido en uno de los principales obstáculos a la inteligencia y libertad de pensamiento”.

(1) W.C. Sellar y R.J. Yeatman, And Now All This (1932).

(2)La desescolarización de la sociedad, propuesta por Illich, implicaría la eliminación del monopolio del aprendizaje que tienen las instituciones escolares y que resulta ineficaz, sustituyéndolo por un aprendizaje en redes convivenciales, realizado a lo largo de toda la vida. Lo explica el autor en su obra La sociedad desescolarizada.

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